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jueves, 7 de noviembre de 2019

Joker (2019, Todd Phillips)

En este mundo lleno de fórmulas, ecuaciones y reglamentos varios, he descubierto una nueva ley de la física que nunca me falla: cuando una película de las que se llaman "de género" (es decir, de acción, aventuras, ciencia ficción o terror), recibe tanto las alabanzas unánimes de los críticos, como algún que otro premio, ya puedo dar por seguro que a mí me va a gustar más bien poco.

Último caso en cuestión: "Joker" de Todd Phillips. La mayor virtud que los críticos le han encontrado, es que no se centra en la acción, sino en los personajes y en su desarrollo. Lo primero es cierto, lo segundo no. En el cómic "The killing joke" de Alan Moore & Brian Bolland, que fue la primera historia que contó un posible origen del personaje, el Joker era una persona normal (en concreto, un aspirante a cómico profesional, idea que ha sido mantenida en esta película), antes de "convertirse" en un supervillano, al caer en un depósito de líquidos venenosos. En el primer "Batman" de Tim Burton, se cambia su profesión inicial por la de matón a sueldo de un gángster, y se mantiene el mismo accidente fatal. Este Joker de Todd Phillips es, desde el principio hasta el final, un persona que sufre un trastorno mental, y el único punto de inflexión de su personaje es que, a partir de cierto momento, coge una pistola y empieza a matar a algunas personas que no se han portado bien con él. Y ya está. Ni se transforma en un supervillano, ni en un maníaco asesino, ni siquiera en una persona más segura de sí misma, ni tiene ningún plan determinado que guíe sus acciones. Sigue siendo, al final de la historia, el mismo atormentado enfermo mental que al principio.

Por el medio queda un tibio intento de darle la vuelta a la ciudad de Gotham, tal como ha sido mostrada hasta ahora tanto en los cómics como en el cine y la televisión, y presentar a las autoridades, y, en particular, a Thomas Wayne (el padre de Bruce Wayne/Batman), como los auténticos villanos de la historia. El problema es que detrás de todo esto no hay ningún discurso coherente, ninguna propuesta crítica, ninguna filosofía de la vida. De lo que se trata es de sorprender al espectador con inesperados giros de guión, y nada más. En ese sentido, la película desde luego que es entretenida. Y está bastante bien filmada. Y la música de Hildur Guðnadóttir es hermosa y se esfuerza por darle sentimiento a ciertas escenas. Y sale Zazie Beetz. Pero, al final, la sensación es de vacío: "¿Y todo esto, qué sentido tiene?"

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